miércoles, 24 de marzo de 2010

Gateaux de frutos del bosque

Todo empezó como un tonto desafío. Los amigos que viven en Nueva York siempre se quejan de que no haya, fuera de Argentina, heladerías. Aparentemente, en la mayoría de las ciudades "civilizadas" se considera al helado un producto estacional, y como no disfrutan de veranos largos, han eliminado ese consumo esencial de sus horizontes. Yo dije: "pero entonces, hagan ustedes sus propios helados". Se resistían a creer que se pudieran fabricar cremas heladas con facilidad e, incluso, sin máquina. Tuve que recordarles que los helados se conocen desde antes que la electricidad y que la pereza de la que estaban dando muestras me sublevaba. Lo siguiente fue prepararles un gateaux de helado de frutos del bosque que es básicamente un helado puesto sobre un bizcochuelo. Como sucedía con la mousse, los helados de frutas admiten la preparación simplificada a base de gelatina usada como coagulante. Si se tratara de una crema de chocolate habría que utilizar como base una crema inglesa o maicena, pero dejemos eso para otro momento. Lo primero es el bizcochuelo, que es un clásico cuatro cuartos de chocolate: cien gramos de harina,manteca, azúcar y huevos (naturalmente, conviene comenzar pesando los huevos para equilibrar luego las demás cantidades). El quinto cuarto es el chocolate derretido. Ah, el orden: primero se baten hasta que estén blancos los huevos con el azúcar, luego se agrega la manteca sin dejar de batir y finalmente la harina tamizada y el chocolate fundido. Debe quedar una crema bien aireada. Al horno en un molde con cintura removible enmantecado hasta que la masa esté cocida, lo que se verifica con el clásico palillo que debe salir limpio. El batido debería garantizar la textura apropiada de esta base (no muy gruesa), pero en caso de titubeo, se puede agregar una pizca (un cuarto de cucharadita ya es mucho) de polvo para hornear. Ahora, el helado, cuya preparación no puede ser más sencilla (ni más tediosa). Se congelan los frutos del bosque (los que se prefieran: yo uso frambuesas, moras, arándanos y frutillas) y se procesan hasta formar una pasta de aproximadamente un kilogramo de peso que se reserva en la heladera o el congelador. Aparte se prepara una gelatina de frutilla usando sólo las tres cuartas partes del agua indicada en el sobre y se deja enfriar (pero no coagular) y se bate un kilo de crema con azúcar a gusto. Luego se integran las tres preparaciones (pasta de frutas y gelatina en primer término y luego la crema de leche). Hasta acá, todo ha sido bastante rápido. Ahora hay que prender la tele o agarrar un libro porque hay que batir la crema mientras se enfría para evitar la cristalización (lo ideal es hacerlo a cinco grados bajo cero, para lo que alcanza un baño maría de hielo con sal gruesa, pero yo prefiero poner directamente la crema en el freezer). Cada quince minutos se revuelve bien la preparación con un batidor para garantizar su textura cremosa. La operación demorará por lo menos tres horas y será evidente a la vista, al tacto y al gusto cuándo hay que dejarla reposar la noche entera (ah sí, hay que hacerlo el día antes). Una vez alcanzado el punto deseado, se vuelca la crema en el mismo molde en el que se horneó el bizcochuelo, que servirá de tapa en esta instancia. O en otro molde, siempre y cuando el diámetro de la base sea el mismo del bizcochuelo (yo tengo uno de siliconas con forma de rosa, pero tal vez sea demasiado maricón para el comensal promedio). Después, cuando la crema ya esté bien sólida, se desmolda invirtiendo y se guarda en el congelador (donde alcanzará la consistencia perfecta). Las dos últimas veces que hice este postre no quedaron ni las migas. Si sobra helado, en fin... ya se sabe.

martes, 23 de marzo de 2010

Sopa de verduras enriquecida

Reconozco que me gusta más cocinar en invierno que en verano, cuando me entrego a la facilidad de los manjares estacionales, que pueden comerse crudos o semicrudos. Con los primeros fríos ya me entrego a la imaginación culinaria.
Algo que nunca falla (y que nunca falta en mi heladera) es una buena sopa de verduras. Yo la hago así: parto de la base de las "verduritas para sopa" que venden en las verdulerías: puerro, acelga, zanahoria, apio, perejil, algún pedazo de zapallo (todo cada vez más ruin y más avaro). A eso le agrego todo lo que se me ocurra: papas cortadas en dados, granos de choclo (el marlo del choclo lo pongo a hervir también, pero luego lo retiro), más acelga, más cebolla, más calabaza cortada en dados, hinojo, zapallitos verdes... (la lista es infinita), hierbas aromáticas. Por fortuna tengo una olla de regimiento donde pongo todo a hervir en abundante agua debidamente salpimentada. Pasada una hora por lo menos y luego de haber espumado la sopa para retirar las impurezas, le agrego una buena medida de roux (manteca derretida con harina) para espesar un poco. Una vez cocida la harina apago el fuego y separo la sopa en porciones para llevar al freezer. Sirvo la sopa sola o con croutones, después de haberla descongelado lentamente.

lunes, 8 de marzo de 2010

Risotto de hongos

El risotto es una de esas invenciones que supera holgadamente el descubrimiento de cualquier astro. Hay risottos de cualquier cosa y está bien que así sea. De los dos que preparo habitualmente, comienzo con el más pedido, el risotto de hongos. Los pasos para un buen risotto son tres: la preparación de la mezcla saborizante, la cocción del arroz (carnaroli, exclusivamente) y el montado. Se puede dejar todo preparado y mientras se levantan los platos de la entrada, se cocina y se monta el risotto (el proceso no lleva más de quince minutos). Mi risotto de hongos lleva champignones o portobellos y hongos secos (remojados previamente en vino tinto), de modo que lo primero es picar finamente un echalote o dos (según la cantidad de arroz), dos dientes de ajo por lo menos y blanquearlos en manteca con un poco de aceite de oliva (que resiste mejor la temperatura). Cuando comienzan a tomar color, se agregan los hongos frescos cortados en cuartos o en mitades y medio pimiento morrón cortado en pequeños cubos. Finalmente, cuando los hongos y el morrón ya están blandos, se agregan los hongos secos cortados y el vino (un vaso o taza grande entre una cosa y la otra). Se condimenta la preparación (sal, pimienta negra de molinillo, un peperonchino o similar, unas pocas semillas de coriandro, alguna hierba predilecta) y se deja que el líquido evapore. Primer paso, cumplido. Para la cocción del arroz es necesario preparar un buen litro de caldo de verduras, que debe estar caliente (hirviendo o a punto de hervor) cuando la cocción comience (y ya no hay distracción posible).
Primero se vuelca en la olla, sartén o wok (lo siento, Samuel) la cantidad necesaria de arroz (yo sigo las sugerencias de las cajas en cuanto a porciones), sobre un poco de materia grasa (manteca con aceite de oliva). Se revuelve, en seco, el arroz, hasta que comienza a transparentar en los bordes. Se agrega la mezcla saborizante y se mezcla todo. Inmediatamente se agrega caldo hasta cubrir el arroz. El caldo se va a agregando de a poco hasta que el arroz esté
exactamente a punto. La idea de agregar el líquido de a poco es precisamente poder controlar la dureza del grano y que, una vez ésta alcanzada, la preparación no quede acuosa. El arroz del risotto debe quedar al dente y con poca humedad (que, de todos modos, los granos seguirán absorbiendo mientras estén calientes).
Una vez alcanzado el punto, se apaga el fuego y rápidamente se monta el arroz con manteca cortada en cubos (o queso crema), abun
dante queso rallado y un poco de queso azul hasta que esté todo derretido y se haya formado una preparación cremosa pero consistente. Finalmente, se espolvorea con perejil picado y se lleva a la mesa. Si sobra risotto, se puede calentar al día siguiente con un poco del caldo que también es preferible que sobre. Una vez dominada la técnica, es fácil cambiar el sabor del risotto.

domingo, 7 de marzo de 2010

La buena mesa

por Jean Anthelme Brillat-Savarin*

1. El Universo no es nada sin la vida, y cuanto vive se alimenta.
2. Los animales pacen, el hombre come; pero únicamente sabe hacerlo quien tiene talento.
3. De la manera como las naciones se alimentan, depende su destino.
4. Dime lo que comes, y te diré quién eres.
5. Obligado el hombre a comer para vivir, la Naturaleza le convida por medio del apetito y le recompensa con deleites.
6. La apetencia es un acto de nuestro juicio, por cuyo intermedio preferimos las cosas agradables.
7. El placer de la mesa es propio de cualquier edad, clase, nación y época; puede combinarse con todos los demás placeres y subsiste hasta lo último para consolarnos de la pérdida de los otros.
8. Durante la primera hora de la comida la mesa es el único sitio donde jamás uno se aburrre.
9. Más contribuye a la felicidad del género humano la invención de una vianda nueva, que el descubrimiento de un astro.
10. Los que tienen indigestiones o los que se emborrachan no saben comer ni beber.
11. El orden que debe adoptarse para los comestibles principia por los más substanciosos y termina con los más ligeros.
12. Para las bebidas, el orden que debe seguirse es comenzar por las más ligeras y proseguir con las más fuertes y de mayor aroma.
13. Es herejía sostener que no debe cambiarse de vinos; tomando de una sola clase la lengua se satura, y después de beber tres copas, aunque sea el mejor vino, produce sensaciones obtusas.
14. Postres sin queso son como una hermosa tuerta.
15. A cocinero se puede llegar, empero con el don de asar bien, es preciso nacer.
16. La cualidad indispensable del cocinero es la exactitud; también la tendrá el convidado.
17. Esperar demasiado al convidado que tarda es falta de consideración para los demás que han sido puntuales.
18. No es digno de tener amigos la persona que invita y no atiende personalmente a la comida que ofrece.
19. La dueña de la casa debe tener siempre la seguridad de que haya excelente café. Y corresponde al amo cuidar que los vinos sean exquisitos.
20. Convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad en tanto esté con nosotros.*

*Jean Anthelme Brillat-Savarin. Fisiología del gusto. Editorial Optima, S.L.. Barcelona 2001. Página 19-20.

sábado, 6 de marzo de 2010

Medallones de lomo en brasas de sal

He aquí un pequeño truco para realzar un bife de lomo. Se cortan medallones de lomo más bien gruesos y se los sujeta con un piolín para que conserven su forma. Se ponen a cocinar sobre una capa de 6 milímetros de sal gruesa sobre una sartén. Cuando la cocción ha llegado a la mitad, se dan vuelta y, poco antes de retirarlos se les agrega pimienta negra de molinillo.... o se prepara una "salsa" con mezclas de granos de pimienta trituradas, unas hojas de albahaca y apenas de aceite de oliva.... o una reducción de vino tinto y pimienta. Por supuesto, antes de servir se descarta el hilo y se elimina el exceso de sal gruesa que haya podido quedar adherido al medallón. Es curioso, pero sabe más a carne asada a las brasas que a la plancha. Esta receta no es aconsejable para quienes no gustan de la carne jugosa, por supuesto (el grado de cocción dependerá del grosor del medallón, pero la gracia está en que sean más bien altos).

viernes, 5 de marzo de 2010

Cocina ornamental

por Roland Barthes*

La revista
Elle (verdadero tesoro mitológico) nos pre­senta casi todas las semanas una hermosa fotografía en colores de un plato preparado: perdigones dorados mechados con cerezas, chaud-froid de pollo rosado, tim­bal de langostinos con cinturón de carapachos rojos, Charlotte cremosa adornada con dibujos de frutas con­fitadas, genovesas multicolores, etcétera.
En esa cocina, la categoría sustancial que domina es lo cubierto: se ingenian visiblemente en gelatinar las superficies, en redondearlas, en esconder el alimento bajo el sedimento liso de las salsas, de las cremas, de los fondants y de las gelatinas. Todo esto tiene que ver sin duda con la finalidad específica de la cobertura, que es de orden visual, y la cocina de
Elle es una cocina exclusivamente para la vista, que es un sentido distin­guido. En esta perseverancia en la cobertura existe, en efecto, una exigencia de distinción. Elle es una revista refinada, casi legendaria y su papel consiste en presentar al inmenso público popular, que es el suyo (las encues­tas dan fe de ello), el sueño mismo de lo distinguido; de allí surge esta cocina del revestimiento y de la coartada, que siempre se esfuerza por atenuar o incluso disfrazar la naturaleza primera de los alimentos, la bru­talidad de las carnes o lo abrupto de los crustáceos. El plato regional es admitido sólo a título excepcional (el buen puchero de familia), como fantasía rural de ciudadanos hastiados.
Pero sobre todo, la cobertura prepara y sostiene uno de los mayores logros de la cocina distinguida: la orna­mentación. Los
glacis de Elle sirven de soporte para adornos desenfrenados: hongos cincelados, puntuación de cerezas, motivos con limón trabajado, mondaduras de trufas, pastillas de plata, arabescos de frutas confitadas, la capa subyacente (que llamaría sedimento, pues el alimento propiamente dicho no es más que un yaci­miento incierto) pretende ser la página donde se lea una verdadera cocina en rocalla (el rosa pardo es el color de predilección).
La ornamentación procede por dos vías contradic­torias, cuya resolución dialéctica veremos en seguida: por una parte, huir de la naturaleza gracias a una suerte de barroco delirante (mechar camarones dentro de un limón, darle color rosa a un pollo, servir pomelos calientes) y por la otra, intentar reconstituir esa natu­raleza por medio de un artificio burdo (disponer hongos merengados y hojas de acebo sobre un bizcocho de navidad con aspecto de leño, volver a colocar cabezas de langostinos en torno a la salsa blanca sofisticada que oculta sus cuerpos). Es el mismo movimiento, por otra parte, que se reencuentra en la elaboración de las bara­tijas pequeñoburguesas (ceniceros como sillas de montar, encendedores con forma de cigarrillos, tarteras como cuerpos de liebres).

En este caso, como en todo arte pequeñoburgués, la irreprimible tendencia al verismo aparece contrariada —o equilibrada— por uno de los imperativos constantes del periodismo doméstico: eso que en
L'Express se llama gloriosamente tener ideas. De la misma manera, la co­cina de Elle es una cocina de "ideas". Sólo que, en este caso, la invención, confinada a una realidad mágica, debe aplicarse únicamente en la guarnición, pues la vocación "distinguida" de la revista le prohíbe abordar los problemas reales de la alimentación (el problema real no está en encontrar el modo de mechar con cere­zas un perdigón, sino en conseguir el perdigón, es decir, pagarlo).
Esta cocina ornamental está sostenida, efectivamen­te, por una economía totalmente mítica. Se trata abier­tamente de una cocina de ensueño, como lo muestran las fotografías de
Elle, que sólo captan en sobrevuelo, como un objeto próximo e inaccesible a la vez, cuyo consumo bien podría realizarse sólo con la mirada. Se trata de una cocina de cartel, en el sentido fuerte de la palabra, totalmente mágica, sobre todo si se tiene en cuenta que esa revista se lee mucho en medios de precarios ingresos. Esto último, por otra parte, explica lo anterior: justamente, porque Elle se dirige a un pú­blico auténticamente popular, evita postular una cocina económica. L'Express, cuyo público exclusivamente bur­gués posee un alto poder de compra, es todo lo con­trario: su cocina es real, no mágica; Elle ofrece la receta de los perdigones-fantasía, L'Express la de la ensalada niçoise. El público de Elle sólo tiene derecho a la fábu­la; al del L'Express, se le puede proponer platos reales con la certeza de que podrá prepararlos.

*
Mitologías. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pág. 132 y siguientes. Trad. Héctor Schmucler

jueves, 4 de marzo de 2010

Crêpes Suzette

Las Crêpes Suzette son un postre clásico y, por lo mismo, un poco pasado de moda. No son difíciles de realizar, pero el proceso es tedioso. Y, por último, eran el postre predilecto de Hemingway, autor que detesto por razones que escapan a mi razón. Sin embargo, me gusta hacerlas y siempre son un éxito.
Son panqueques con salsa de naranja* flambeados. Pueden servirse con helado o con crema batida.
Como se trata de "cocina francesa", el origen de la receta se pierde en un laberinto de mitologías, pero el nombre "Suzette" merece la pena hundirse en esos vericuetos.
Alguien supuso que Escoffier podría haber sido el padre de la criatura, mencionada en su  Guide Culinaire de 1902, pero las Crêpes Suzette ya habían aparecido en 1900 en La Grande Cuisine Illustrée de Prosper Salles y Prosper Montagné.
Henri Charpentier se atribuye la autoría. Cuenta que trabajaba en el Café de París de Montecarlo cuando en 1895 lo visitó el Príncipe de Gales, futuro Eduardo VII. Para adular su paladar, Charpentier (discípulo de Escoffier y cocinero de la reina Victoria y Sarah Bernhardt) ideó un panqueque que debía ir cubierto con una salsa caliente de frutas (en este caso, naranjas), enriquecida con licores varios. La excitación del momento le jugó una mala pasada al cocinero y se le bandeó la sartén, con lo que la preparación empezó a quemársele. Una vez apagadas las llamas, Charpentier probó la salsa y la encontró digna del paladar de un príncipe. Aprobada la invención por el de Gales, Charpentier le dijo que se llamaban Crêpes princesse. Pero el príncipe rechazó el nombre y, señalando a la hija de diez años de uno de sus acompañantes, llamada Suzette, reclamó ese nombre para la nueva maravilla.
Según otra versión (que me gusta más), el plato fue inventado por M. Joseph en el restaurante Marivaux de París en 1897, para una de las actrices de la Comédie Française llamada Suzette, que las necesitaba en el escenario en un momento determinado.  El flambeado fue, entonces, una ocurrencia escenográfica.
La parte tediosa de la preparación es la realización de los panqueques, pero conviene detenerse en ellos porque serán la base de una infinidad de preparaciones (dulces o saladas).
En cuanto a las cantidades, siempre será difícil dar con el punto de consistencia justa para la masa. Conviene aligerarla o espesarla después del primer panqueque, si es que falla, pero las proporciones son más o menos 200 grs. de harina, 1 huevo, 250 cm3 de leche y 100 grs. de azúcar, todo perfumado con algunas gotas de esencia de vainilla (o las semillas de una chaucha) y rayadura de cáscara de naranja.
Se cocinan los panqueques (no muy gruesos) en la sartén o panquequera con abundante manteca (los excedentes de manteca derretida se pueden ir agregando a la masa). Yo calculo dos panqueques por comensal de modo que para una mesa de 6 hay que preparar 12 y alguno más para los golosos.
La salsa se presta al debate, pero yo la hago así: se hace un almíbar con el jugo de 8 naranjas y dos tazas de azúcar condimentada con un poco de pimienta negra molida. A medida que la preparación hierve se va espumando. Cuando la salsa comienza a espesar y está ya transparente, se retira del fuego hasta el momento del postre. Entonces, se vuelve a calentar el almíbar y se le agrega abundante Triple Sec (Grand Marnier y Cointreau). Cuando la salsa ha espesado, se sumergen en ella las crêpes dobladas en cuatro mientras, aparte, se calientan unos gajos de naranja en alcohol (licor). Una vez listas las crêpes se disponen en una fuente adecuada, se enciende el alcohol con los gajos de naranja y se vuelca sobre el postre. Rapidito a la mesa.


*En algunas versiones, donde dice "naranja", se lee "mandarina".
 

miércoles, 3 de marzo de 2010

Bife con papas fritas

EL BISTEC Y LAS PAPAS FRITAS

por Roland Barthes*

El bistec participa de la misma mitología sanguínea que el vino. Es el corazón de la carne, la carne en estado puro, y quien lo ingiere asimila la fuerza taurina. Es evidente que el prestigio del bistec se vincula con su cuasi-crudez: en él la sangre es visible, natural, com­pacta y cortable; uno puede imaginar perfectamente la ambrosía antigua en esta especie de materia pesada que se achica bajo el diente de tal manera que permite sentir al mismo tiempo su fuerza de origen y su plasti­cidad para expandirse por la sangre del hombre. La razón de ser del bistec es lo sanguíneo: los grados de su cocción no se expresan en unidades calóricas, sino en imágenes de sangre; el bistec es saignant (que recuerda el flujo arterial del animal degollado), o bleu** (la sangre pesada, la sangre pictórica de las venas que sugiere el violáceo, estado superlativo del rojo). La coc­ción, inclusive moderada, no puede expresarse franca­mente; para ese estado contra natura hace falta un eufemismo: se dice que está a punto, pero en realidad se da más como un límite que como una perfección.
Comer el bistec
saignant representa a la vez una naturaleza y una moral. Todos los temperamentos le son adecuados, los sanguíneos por identidad, los ner­viosos y los linfáticos por complemento. Y así como el vino se convierte para buen número de intelectuales en una sustancia mediúmnica que los conduce hacia la fuerza original de la naturaleza, el bistec es para ellos un alimento de recuperación gracias al cual vuelven prosaica su cerebralidad y conjuran, por medio de la sangre y la pulpa blanda, la estéril sequedad de que siempre se los acusa. La moda del bistec tártaro, por ejemplo, es una operación de exorcismo contra la asociación romántica de la sensibilidad y la debilidad física; en esta preparación se encuentran todos los estados ger­minantes de la materia: el puré sanguíneo y lo albumi­noso del huevo, todo un concierto de sustancias blandas y vivas, una suerte de compendio significativo de las imágenes del preparto.
Como el vino, el bistec en Francia es el elemento de base, más nacionalizado que socializado; figura en todos los decorados de la vida alimenticia: chato, de bordes amarillentos y sueloide en los restaurantes bara­tos; espeso, jugoso, en las cantinas especializadas; cú­bico, el corazón húmedo bajo una leve costra carbo­nizada, en la alta cocina; participa de todos los ritmos, de la confortable comida burguesa y del bocado bohemio del soltero; es el alimento a la vez expeditivo y denso, realiza la mejor relación posible entre la economía y la eficacia, entre la mitología y la plasticidad de su con­sumo.

Además, es un bien francés (aunque actualmente limitado por la invasión de los steaks norteamericanos). Como en el caso del vino, no existe limitación alimen­ticia que no haga soñar al francés con el bistec. Ni bien llega el extranjero, se declara su nostalgia; el bistec está allí adornado por una virtud suplementaria de elegan­cia, pues dentro de la complicación aparente de las cocinas exóticas, es un alimento que une la suculencia a la simplicidad. Nacional, sigue la cotización de los valores patrióticos: los reflota en tiempo de guerra, es la carne misma del combatiente francés, el bien inalie­nable que sólo por tradición puede pasarse al enemigo. En un film antiguo
(Deuxiéme Burean centre Kommandantur), la mucama del cura patriota ofrece de comer al espía alemán disfrazado de francés clandes­tino: "¡Ah, es usted, Laurent! Voy a darle mi bistec." Y luego, cuando el espía es desenmascarado exclama: "¡Y yo, que le he dado mi bistec!" Supremo abuso de confianza.
Asociado comúnmente a las papas fritas, el bistec les trasmite su lustre nacional: la papa frita es nostálgica y patriota como el bistec.
Match nos informó que después del armisticio indochino, "el general de Castries pidió papas fritas para su primera comida". Y el presidente de los ex combatientes de Indochina, comen­tando más tarde esta información, añadía: 'No siempre se comprendió el gesto del general de Castries cuando pedía papas fritas para su primera comida." Se pedía que comprendiéramos que el pedido del general no era un vulgar reflejo materialista, sino un episodio ritual de apropiación de la etnia reencontrada. El general cono­cía bien nuestra simbología nacional, sabía que la papa frita es el signo alimentario de la "francesidad".

*Mitologías. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pág. 81 y siguientes. Trad. Héctor Schmucler

**Saignant (literalmente, sangrante) corresponde aproxi­madamente en castellano a jugoso; para el caso de bleu (lite­ralmente azul) no existe correspondencia exacta. [t.]


martes, 2 de marzo de 2010

Flan de espinacas

Las espinacas son tan dúctiles que es difícil imaginar la cocina sin ellas. Tanto rinden en una ensalada (con peras, nueces y queso de cabra), como en un relleno para pastas o, como en este caso, en simpáticos flanes hechos con mis moldes de siliconas*.
En relación con éstos, algunos consejos: leer bien las etiquetas porque venden algunos que resisten hasta 200º de temperatura. Los que hay que comprar son los que resisten hasta 300º. En cuanto a la forma, los ofrecen cada vez más barrocos. Para comidas como ésta, prefiero un formato de budinera más bien clásico o una plancha para flancitos individuales redondos, de los que caben 12 por plancha (y tienen aproximadamente cinco centímetros de profundidad).
Esta receta puede hacerse con espinacas frescas, pero es mucho más lío y las espinacas congeladas son de muy buena calidad, de modo que opto por ellas.
Primero, colocar las espinacas (un paquete de 800 grs.) en una sartén o wok con apenas de manteca hasta que se descongelen. Salpimentar y agregar un poco de nuez moscada. Si quedan demasiado acuosas, al final se agrega una cucharada de harina y se revuelve bien hasta obtener una consistencia cremosa. Se retiran del fuego y se reservan.
En la misma u otra sarten, se echan daditos minúsculos de panceta ahumada hasta que doren y suelten el exceso de grasa, que se descarta. Se agregan a las espinacas.
En la misma sartén, con 50 grs. más o menos de manteca, se fríen una cebolla grande (o dos chicas) y un par de dientes de ajo (el ajo, siempre después). Se agregan a las espinacas.
Aparte, se baten 400 grs. de ricota con 6 huevos caseros y una buena taza (o más) de queso parmesano rallado. No demasiada sal (porque la panceta y el queso son salados), pero sí bastante pimienta y una generosa ración de nuez moscada.
Mientras las espinacas se enfrían (conviene mezclarlas a temperatura ambiente) se precalienta el horno y se calienta un poco de agua para el bañomaría que los flancitos necesitarán.
Se mezclan las espinacas, cebolla y panceta con los huevos y los quesos y se vierte la mezcla en los moldes. Luego, sobre una asadera con dos centímetros de agua, se llevan al horno durante 30 o 40 minutos hasta que la parte de arriba esté dorada (también está el método de pinchar en el medio con un palito hasta que salga limpio, pero con el color de arriba ya es suficiente porque lo único que necesita cocción, verdaderamente, son los huevos).
Una vez listos los flancitos, se dejan reposar (con la parte dorada hacia abajo para que no pierdan mucha agua). Se comen tibios, de modo que hacen una excelente entrada acompañados con una ensalada de tomates. O un plato principal, acompañados por arroz blanco. La panceta ahumada puede reemplazarse por salmón rosado o eliminarse para hacer del plato una delicia vegetariana. La salsita de tomate de la foto no es de mi autoría, así que sobre ella no digo nada.

*Que, naturalmente, pueden reemplazarse por moldes tradicionales, enmantecados.

lunes, 1 de marzo de 2010

Chutney de berenjenas

Correctamente preparado, un chutney aguanta en la heladera hasta
ocho meses, así que pueden prepararse grandes cantidades de una sola vez.
Ésta receta es un error, un robo mal hecho. Gaby Bejerman una vez nos invitó a comer a su casa y preparó unas berenjenas deliciosas. Tratando de copiar el resultado, llegué a esto, que justo es decir no se parece en nada a lo que Gaby nos sirvió, pero que acompaña bien carnes y pescados.
Se cortan en cubos cuatro berenjenas, cuatro manzanas verdes y dos cebollas.
En un wok se saltean las cebollas junto con dos dientes de ajo picados. Luego se agregan las berenjenas y las manzanas, rociadas con abundante jengibre rallado o en polvo (cuatro cucharadas) y azúcar rubia (entre 12 y 14 cucharadas). Se mezcla bien la preparación sobre el fuego y se agrega agua (6 cucharadas), vinagre de manzana o de vino (10 a 12 cucharadas), el jugo de medio limón, sal y pimienta. Se cocina revolviendo por aproximadamente 15 minutos. Se guarda en frascos esterilizados.
Este chutney se puede comer tibio o frío.