Acá, algo para leer mientras se cocina una bondiola...
Mostrando entradas con la etiqueta Biblioteca. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Biblioteca. Mostrar todas las entradas
jueves, 3 de noviembre de 2011
viernes, 24 de junio de 2011
Viudas e hijas de doña Petrona
Por Germán Garrido para Soy
Alfredo Arias y Juan Stoppani vuelven a poner manos en la masa para entrar en territorio repostero como ya lo hicieron en los tan mentados años del Instituto Di Tella, cuando juntos hacían hornear piezas de cerámica en la panadería de la esquina. Ahora, la dupla que ha seguido unida a través de las décadas se sumerge en el universo de Doña Petrona, la inefable “ecónoma” argentina, para hacer un recorrido por la historia argentina reciente, sus ínfulas y aspiraciones. La muestra, que inaugura en Proa el próximo martes, se completa con el aporte de Pablo Ramírez, que pone un poco de austeridad entre la voluptuosidad del tortaje nacional.
Alfredo Arias y Juan Stoppani vuelven a poner manos en la masa para entrar en territorio repostero como ya lo hicieron en los tan mentados años del Instituto Di Tella, cuando juntos hacían hornear piezas de cerámica en la panadería de la esquina. Ahora, la dupla que ha seguido unida a través de las décadas se sumerge en el universo de Doña Petrona, la inefable “ecónoma” argentina, para hacer un recorrido por la historia argentina reciente, sus ínfulas y aspiraciones. La muestra, que inaugura en Proa el próximo martes, se completa con el aporte de Pablo Ramírez, que pone un poco de austeridad entre la voluptuosidad del tortaje nacional.
domingo, 7 de marzo de 2010
La buena mesa
por Jean Anthelme Brillat-Savarin*
1. El Universo no es nada sin la vida, y cuanto vive se alimenta.
2. Los animales pacen, el hombre come; pero únicamente sabe hacerlo quien tiene talento.
3. De la manera como las naciones se alimentan, depende su destino.
4. Dime lo que comes, y te diré quién eres.
5. Obligado el hombre a comer para vivir, la Naturaleza le convida por medio del apetito y le recompensa con deleites.
6. La apetencia es un acto de nuestro juicio, por cuyo intermedio preferimos las cosas agradables.
7. El placer de la mesa es propio de cualquier edad, clase, nación y época; puede combinarse con todos los demás placeres y subsiste hasta lo último para consolarnos de la pérdida de los otros.
8. Durante la primera hora de la comida la mesa es el único sitio donde jamás uno se aburrre.
9. Más contribuye a la felicidad del género humano la invención de una vianda nueva, que el descubrimiento de un astro.
10. Los que tienen indigestiones o los que se emborrachan no saben comer ni beber.
11. El orden que debe adoptarse para los comestibles principia por los más substanciosos y termina con los más ligeros.
12. Para las bebidas, el orden que debe seguirse es comenzar por las más ligeras y proseguir con las más fuertes y de mayor aroma.
13. Es herejía sostener que no debe cambiarse de vinos; tomando de una sola clase la lengua se satura, y después de beber tres copas, aunque sea el mejor vino, produce sensaciones obtusas.
14. Postres sin queso son como una hermosa tuerta.
15. A cocinero se puede llegar, empero con el don de asar bien, es preciso nacer.
16. La cualidad indispensable del cocinero es la exactitud; también la tendrá el convidado.
17. Esperar demasiado al convidado que tarda es falta de consideración para los demás que han sido puntuales.
18. No es digno de tener amigos la persona que invita y no atiende personalmente a la comida que ofrece.
19. La dueña de la casa debe tener siempre la seguridad de que haya excelente café. Y corresponde al amo cuidar que los vinos sean exquisitos.
20. Convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad en tanto esté con nosotros.*
*Jean Anthelme Brillat-Savarin. Fisiología del gusto. Editorial Optima, S.L.. Barcelona 2001. Página 19-20.
1. El Universo no es nada sin la vida, y cuanto vive se alimenta.
2. Los animales pacen, el hombre come; pero únicamente sabe hacerlo quien tiene talento.
3. De la manera como las naciones se alimentan, depende su destino.
4. Dime lo que comes, y te diré quién eres.
5. Obligado el hombre a comer para vivir, la Naturaleza le convida por medio del apetito y le recompensa con deleites.
6. La apetencia es un acto de nuestro juicio, por cuyo intermedio preferimos las cosas agradables.
7. El placer de la mesa es propio de cualquier edad, clase, nación y época; puede combinarse con todos los demás placeres y subsiste hasta lo último para consolarnos de la pérdida de los otros.
8. Durante la primera hora de la comida la mesa es el único sitio donde jamás uno se aburrre.
9. Más contribuye a la felicidad del género humano la invención de una vianda nueva, que el descubrimiento de un astro.
10. Los que tienen indigestiones o los que se emborrachan no saben comer ni beber.
11. El orden que debe adoptarse para los comestibles principia por los más substanciosos y termina con los más ligeros.
12. Para las bebidas, el orden que debe seguirse es comenzar por las más ligeras y proseguir con las más fuertes y de mayor aroma.
13. Es herejía sostener que no debe cambiarse de vinos; tomando de una sola clase la lengua se satura, y después de beber tres copas, aunque sea el mejor vino, produce sensaciones obtusas.
14. Postres sin queso son como una hermosa tuerta.
15. A cocinero se puede llegar, empero con el don de asar bien, es preciso nacer.
16. La cualidad indispensable del cocinero es la exactitud; también la tendrá el convidado.
17. Esperar demasiado al convidado que tarda es falta de consideración para los demás que han sido puntuales.
18. No es digno de tener amigos la persona que invita y no atiende personalmente a la comida que ofrece.
19. La dueña de la casa debe tener siempre la seguridad de que haya excelente café. Y corresponde al amo cuidar que los vinos sean exquisitos.
20. Convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad en tanto esté con nosotros.*
*Jean Anthelme Brillat-Savarin. Fisiología del gusto. Editorial Optima, S.L.. Barcelona 2001. Página 19-20.
viernes, 5 de marzo de 2010
Cocina ornamental
por Roland Barthes*
La revista Elle (verdadero tesoro mitológico) nos presenta casi todas las semanas una hermosa fotografía en colores de un plato preparado: perdigones dorados mechados con cerezas, chaud-froid de pollo rosado, timbal de langostinos con cinturón de carapachos rojos, Charlotte cremosa adornada con dibujos de frutas confitadas, genovesas multicolores, etcétera.
En esa cocina, la categoría sustancial que domina es lo cubierto: se ingenian visiblemente en gelatinar las superficies, en redondearlas, en esconder el alimento bajo el sedimento liso de las salsas, de las cremas, de los fondants y de las gelatinas. Todo esto tiene que ver sin duda con la finalidad específica de la cobertura, que es de orden visual, y la cocina de Elle es una cocina exclusivamente para la vista, que es un sentido distinguido. En esta perseverancia en la cobertura existe, en efecto, una exigencia de distinción. Elle es una revista refinada, casi legendaria y su papel consiste en presentar al inmenso público popular, que es el suyo (las encuestas dan fe de ello), el sueño mismo de lo distinguido; de allí surge esta cocina del revestimiento y de la coartada, que siempre se esfuerza por atenuar o incluso disfrazar la naturaleza primera de los alimentos, la brutalidad de las carnes o lo abrupto de los crustáceos. El plato regional es admitido sólo a título excepcional (el buen puchero de familia), como fantasía rural de ciudadanos hastiados.
Pero sobre todo, la cobertura prepara y sostiene uno de los mayores logros de la cocina distinguida: la ornamentación. Los glacis de Elle sirven de soporte para adornos desenfrenados: hongos cincelados, puntuación de cerezas, motivos con limón trabajado, mondaduras de trufas, pastillas de plata, arabescos de frutas confitadas, la capa subyacente (que llamaría sedimento, pues el alimento propiamente dicho no es más que un yacimiento incierto) pretende ser la página donde se lea una verdadera cocina en rocalla (el rosa pardo es el color de predilección).
La ornamentación procede por dos vías contradictorias, cuya resolución dialéctica veremos en seguida: por una parte, huir de la naturaleza gracias a una suerte de barroco delirante (mechar camarones dentro de un limón, darle color rosa a un pollo, servir pomelos calientes) y por la otra, intentar reconstituir esa naturaleza por medio de un artificio burdo (disponer hongos merengados y hojas de acebo sobre un bizcocho de navidad con aspecto de leño, volver a colocar cabezas de langostinos en torno a la salsa blanca sofisticada que oculta sus cuerpos). Es el mismo movimiento, por otra parte, que se reencuentra en la elaboración de las baratijas pequeñoburguesas (ceniceros como sillas de montar, encendedores con forma de cigarrillos, tarteras como cuerpos de liebres).
En este caso, como en todo arte pequeñoburgués, la irreprimible tendencia al verismo aparece contrariada —o equilibrada— por uno de los imperativos constantes del periodismo doméstico: eso que en L'Express se llama gloriosamente tener ideas. De la misma manera, la cocina de Elle es una cocina de "ideas". Sólo que, en este caso, la invención, confinada a una realidad mágica, debe aplicarse únicamente en la guarnición, pues la vocación "distinguida" de la revista le prohíbe abordar los problemas reales de la alimentación (el problema real no está en encontrar el modo de mechar con cerezas un perdigón, sino en conseguir el perdigón, es decir, pagarlo).
Esta cocina ornamental está sostenida, efectivamente, por una economía totalmente mítica. Se trata abiertamente de una cocina de ensueño, como lo muestran las fotografías de Elle, que sólo captan en sobrevuelo, como un objeto próximo e inaccesible a la vez, cuyo consumo bien podría realizarse sólo con la mirada. Se trata de una cocina de cartel, en el sentido fuerte de la palabra, totalmente mágica, sobre todo si se tiene en cuenta que esa revista se lee mucho en medios de precarios ingresos. Esto último, por otra parte, explica lo anterior: justamente, porque Elle se dirige a un público auténticamente popular, evita postular una cocina económica. L'Express, cuyo público exclusivamente burgués posee un alto poder de compra, es todo lo contrario: su cocina es real, no mágica; Elle ofrece la receta de los perdigones-fantasía, L'Express la de la ensalada niçoise. El público de Elle sólo tiene derecho a la fábula; al del L'Express, se le puede proponer platos reales con la certeza de que podrá prepararlos.
*Mitologías. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pág. 132 y siguientes. Trad. Héctor Schmucler
La revista Elle (verdadero tesoro mitológico) nos presenta casi todas las semanas una hermosa fotografía en colores de un plato preparado: perdigones dorados mechados con cerezas, chaud-froid de pollo rosado, timbal de langostinos con cinturón de carapachos rojos, Charlotte cremosa adornada con dibujos de frutas confitadas, genovesas multicolores, etcétera.
En esa cocina, la categoría sustancial que domina es lo cubierto: se ingenian visiblemente en gelatinar las superficies, en redondearlas, en esconder el alimento bajo el sedimento liso de las salsas, de las cremas, de los fondants y de las gelatinas. Todo esto tiene que ver sin duda con la finalidad específica de la cobertura, que es de orden visual, y la cocina de Elle es una cocina exclusivamente para la vista, que es un sentido distinguido. En esta perseverancia en la cobertura existe, en efecto, una exigencia de distinción. Elle es una revista refinada, casi legendaria y su papel consiste en presentar al inmenso público popular, que es el suyo (las encuestas dan fe de ello), el sueño mismo de lo distinguido; de allí surge esta cocina del revestimiento y de la coartada, que siempre se esfuerza por atenuar o incluso disfrazar la naturaleza primera de los alimentos, la brutalidad de las carnes o lo abrupto de los crustáceos. El plato regional es admitido sólo a título excepcional (el buen puchero de familia), como fantasía rural de ciudadanos hastiados.
Pero sobre todo, la cobertura prepara y sostiene uno de los mayores logros de la cocina distinguida: la ornamentación. Los glacis de Elle sirven de soporte para adornos desenfrenados: hongos cincelados, puntuación de cerezas, motivos con limón trabajado, mondaduras de trufas, pastillas de plata, arabescos de frutas confitadas, la capa subyacente (que llamaría sedimento, pues el alimento propiamente dicho no es más que un yacimiento incierto) pretende ser la página donde se lea una verdadera cocina en rocalla (el rosa pardo es el color de predilección).
La ornamentación procede por dos vías contradictorias, cuya resolución dialéctica veremos en seguida: por una parte, huir de la naturaleza gracias a una suerte de barroco delirante (mechar camarones dentro de un limón, darle color rosa a un pollo, servir pomelos calientes) y por la otra, intentar reconstituir esa naturaleza por medio de un artificio burdo (disponer hongos merengados y hojas de acebo sobre un bizcocho de navidad con aspecto de leño, volver a colocar cabezas de langostinos en torno a la salsa blanca sofisticada que oculta sus cuerpos). Es el mismo movimiento, por otra parte, que se reencuentra en la elaboración de las baratijas pequeñoburguesas (ceniceros como sillas de montar, encendedores con forma de cigarrillos, tarteras como cuerpos de liebres).
En este caso, como en todo arte pequeñoburgués, la irreprimible tendencia al verismo aparece contrariada —o equilibrada— por uno de los imperativos constantes del periodismo doméstico: eso que en L'Express se llama gloriosamente tener ideas. De la misma manera, la cocina de Elle es una cocina de "ideas". Sólo que, en este caso, la invención, confinada a una realidad mágica, debe aplicarse únicamente en la guarnición, pues la vocación "distinguida" de la revista le prohíbe abordar los problemas reales de la alimentación (el problema real no está en encontrar el modo de mechar con cerezas un perdigón, sino en conseguir el perdigón, es decir, pagarlo).
Esta cocina ornamental está sostenida, efectivamente, por una economía totalmente mítica. Se trata abiertamente de una cocina de ensueño, como lo muestran las fotografías de Elle, que sólo captan en sobrevuelo, como un objeto próximo e inaccesible a la vez, cuyo consumo bien podría realizarse sólo con la mirada. Se trata de una cocina de cartel, en el sentido fuerte de la palabra, totalmente mágica, sobre todo si se tiene en cuenta que esa revista se lee mucho en medios de precarios ingresos. Esto último, por otra parte, explica lo anterior: justamente, porque Elle se dirige a un público auténticamente popular, evita postular una cocina económica. L'Express, cuyo público exclusivamente burgués posee un alto poder de compra, es todo lo contrario: su cocina es real, no mágica; Elle ofrece la receta de los perdigones-fantasía, L'Express la de la ensalada niçoise. El público de Elle sólo tiene derecho a la fábula; al del L'Express, se le puede proponer platos reales con la certeza de que podrá prepararlos.
*Mitologías. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pág. 132 y siguientes. Trad. Héctor Schmucler
miércoles, 3 de marzo de 2010
Bife con papas fritas
EL BISTEC Y LAS PAPAS FRITAS
por Roland Barthes*
El bistec participa de la misma mitología sanguínea que el vino. Es el corazón de la carne, la carne en estado puro, y quien lo ingiere asimila la fuerza taurina. Es evidente que el prestigio del bistec se vincula con su cuasi-crudez: en él la sangre es visible, natural, compacta y cortable; uno puede imaginar perfectamente la ambrosía antigua en esta especie de materia pesada que se achica bajo el diente de tal manera que permite sentir al mismo tiempo su fuerza de origen y su plasticidad para expandirse por la sangre del hombre. La razón de ser del bistec es lo sanguíneo: los grados de su cocción no se expresan en unidades calóricas, sino en imágenes de sangre; el bistec es saignant (que recuerda el flujo arterial del animal degollado), o bleu** (la sangre pesada, la sangre pictórica de las venas que sugiere el violáceo, estado superlativo del rojo). La cocción, inclusive moderada, no puede expresarse francamente; para ese estado contra natura hace falta un eufemismo: se dice que está a punto, pero en realidad se da más como un límite que como una perfección.
Comer el bistec saignant representa a la vez una naturaleza y una moral. Todos los temperamentos le son adecuados, los sanguíneos por identidad, los nerviosos y los linfáticos por complemento. Y así como el vino se convierte para buen número de intelectuales en una sustancia mediúmnica que los conduce hacia la fuerza original de la naturaleza, el bistec es para ellos un alimento de recuperación gracias al cual vuelven prosaica su cerebralidad y conjuran, por medio de la sangre y la pulpa blanda, la estéril sequedad de que siempre se los acusa. La moda del bistec tártaro, por ejemplo, es una operación de exorcismo contra la asociación romántica de la sensibilidad y la debilidad física; en esta preparación se encuentran todos los estados germinantes de la materia: el puré sanguíneo y lo albuminoso del huevo, todo un concierto de sustancias blandas y vivas, una suerte de compendio significativo de las imágenes del preparto.
Como el vino, el bistec en Francia es el elemento de base, más nacionalizado que socializado; figura en todos los decorados de la vida alimenticia: chato, de bordes amarillentos y sueloide en los restaurantes baratos; espeso, jugoso, en las cantinas especializadas; cúbico, el corazón húmedo bajo una leve costra carbonizada, en la alta cocina; participa de todos los ritmos, de la confortable comida burguesa y del bocado bohemio del soltero; es el alimento a la vez expeditivo y denso, realiza la mejor relación posible entre la economía y la eficacia, entre la mitología y la plasticidad de su consumo.
Además, es un bien francés (aunque actualmente limitado por la invasión de los steaks norteamericanos). Como en el caso del vino, no existe limitación alimenticia que no haga soñar al francés con el bistec. Ni bien llega el extranjero, se declara su nostalgia; el bistec está allí adornado por una virtud suplementaria de elegancia, pues dentro de la complicación aparente de las cocinas exóticas, es un alimento que une la suculencia a la simplicidad. Nacional, sigue la cotización de los valores patrióticos: los reflota en tiempo de guerra, es la carne misma del combatiente francés, el bien inalienable que sólo por tradición puede pasarse al enemigo. En un film antiguo (Deuxiéme Burean centre Kommandantur), la mucama del cura patriota ofrece de comer al espía alemán disfrazado de francés clandestino: "¡Ah, es usted, Laurent! Voy a darle mi bistec." Y luego, cuando el espía es desenmascarado exclama: "¡Y yo, que le he dado mi bistec!" Supremo abuso de confianza.
Asociado comúnmente a las papas fritas, el bistec les trasmite su lustre nacional: la papa frita es nostálgica y patriota como el bistec. Match nos informó que después del armisticio indochino, "el general de Castries pidió papas fritas para su primera comida". Y el presidente de los ex combatientes de Indochina, comentando más tarde esta información, añadía: 'No siempre se comprendió el gesto del general de Castries cuando pedía papas fritas para su primera comida." Se pedía que comprendiéramos que el pedido del general no era un vulgar reflejo materialista, sino un episodio ritual de apropiación de la etnia reencontrada. El general conocía bien nuestra simbología nacional, sabía que la papa frita es el signo alimentario de la "francesidad".
por Roland Barthes*
El bistec participa de la misma mitología sanguínea que el vino. Es el corazón de la carne, la carne en estado puro, y quien lo ingiere asimila la fuerza taurina. Es evidente que el prestigio del bistec se vincula con su cuasi-crudez: en él la sangre es visible, natural, compacta y cortable; uno puede imaginar perfectamente la ambrosía antigua en esta especie de materia pesada que se achica bajo el diente de tal manera que permite sentir al mismo tiempo su fuerza de origen y su plasticidad para expandirse por la sangre del hombre. La razón de ser del bistec es lo sanguíneo: los grados de su cocción no se expresan en unidades calóricas, sino en imágenes de sangre; el bistec es saignant (que recuerda el flujo arterial del animal degollado), o bleu** (la sangre pesada, la sangre pictórica de las venas que sugiere el violáceo, estado superlativo del rojo). La cocción, inclusive moderada, no puede expresarse francamente; para ese estado contra natura hace falta un eufemismo: se dice que está a punto, pero en realidad se da más como un límite que como una perfección.
Comer el bistec saignant representa a la vez una naturaleza y una moral. Todos los temperamentos le son adecuados, los sanguíneos por identidad, los nerviosos y los linfáticos por complemento. Y así como el vino se convierte para buen número de intelectuales en una sustancia mediúmnica que los conduce hacia la fuerza original de la naturaleza, el bistec es para ellos un alimento de recuperación gracias al cual vuelven prosaica su cerebralidad y conjuran, por medio de la sangre y la pulpa blanda, la estéril sequedad de que siempre se los acusa. La moda del bistec tártaro, por ejemplo, es una operación de exorcismo contra la asociación romántica de la sensibilidad y la debilidad física; en esta preparación se encuentran todos los estados germinantes de la materia: el puré sanguíneo y lo albuminoso del huevo, todo un concierto de sustancias blandas y vivas, una suerte de compendio significativo de las imágenes del preparto.
Como el vino, el bistec en Francia es el elemento de base, más nacionalizado que socializado; figura en todos los decorados de la vida alimenticia: chato, de bordes amarillentos y sueloide en los restaurantes baratos; espeso, jugoso, en las cantinas especializadas; cúbico, el corazón húmedo bajo una leve costra carbonizada, en la alta cocina; participa de todos los ritmos, de la confortable comida burguesa y del bocado bohemio del soltero; es el alimento a la vez expeditivo y denso, realiza la mejor relación posible entre la economía y la eficacia, entre la mitología y la plasticidad de su consumo.
Además, es un bien francés (aunque actualmente limitado por la invasión de los steaks norteamericanos). Como en el caso del vino, no existe limitación alimenticia que no haga soñar al francés con el bistec. Ni bien llega el extranjero, se declara su nostalgia; el bistec está allí adornado por una virtud suplementaria de elegancia, pues dentro de la complicación aparente de las cocinas exóticas, es un alimento que une la suculencia a la simplicidad. Nacional, sigue la cotización de los valores patrióticos: los reflota en tiempo de guerra, es la carne misma del combatiente francés, el bien inalienable que sólo por tradición puede pasarse al enemigo. En un film antiguo (Deuxiéme Burean centre Kommandantur), la mucama del cura patriota ofrece de comer al espía alemán disfrazado de francés clandestino: "¡Ah, es usted, Laurent! Voy a darle mi bistec." Y luego, cuando el espía es desenmascarado exclama: "¡Y yo, que le he dado mi bistec!" Supremo abuso de confianza.
Asociado comúnmente a las papas fritas, el bistec les trasmite su lustre nacional: la papa frita es nostálgica y patriota como el bistec. Match nos informó que después del armisticio indochino, "el general de Castries pidió papas fritas para su primera comida". Y el presidente de los ex combatientes de Indochina, comentando más tarde esta información, añadía: 'No siempre se comprendió el gesto del general de Castries cuando pedía papas fritas para su primera comida." Se pedía que comprendiéramos que el pedido del general no era un vulgar reflejo materialista, sino un episodio ritual de apropiación de la etnia reencontrada. El general conocía bien nuestra simbología nacional, sabía que la papa frita es el signo alimentario de la "francesidad".
*Mitologías. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pág. 81 y siguientes. Trad. Héctor Schmucler
**Saignant (literalmente, sangrante) corresponde aproximadamente en castellano a jugoso; para el caso de bleu (literalmente azul) no existe correspondencia exacta. [t.]
Suscribirse a:
Entradas (Atom)