jueves, 4 de marzo de 2010

Crêpes Suzette

Las Crêpes Suzette son un postre clásico y, por lo mismo, un poco pasado de moda. No son difíciles de realizar, pero el proceso es tedioso. Y, por último, eran el postre predilecto de Hemingway, autor que detesto por razones que escapan a mi razón. Sin embargo, me gusta hacerlas y siempre son un éxito.
Son panqueques con salsa de naranja* flambeados. Pueden servirse con helado o con crema batida.
Como se trata de "cocina francesa", el origen de la receta se pierde en un laberinto de mitologías, pero el nombre "Suzette" merece la pena hundirse en esos vericuetos.
Alguien supuso que Escoffier podría haber sido el padre de la criatura, mencionada en su  Guide Culinaire de 1902, pero las Crêpes Suzette ya habían aparecido en 1900 en La Grande Cuisine Illustrée de Prosper Salles y Prosper Montagné.
Henri Charpentier se atribuye la autoría. Cuenta que trabajaba en el Café de París de Montecarlo cuando en 1895 lo visitó el Príncipe de Gales, futuro Eduardo VII. Para adular su paladar, Charpentier (discípulo de Escoffier y cocinero de la reina Victoria y Sarah Bernhardt) ideó un panqueque que debía ir cubierto con una salsa caliente de frutas (en este caso, naranjas), enriquecida con licores varios. La excitación del momento le jugó una mala pasada al cocinero y se le bandeó la sartén, con lo que la preparación empezó a quemársele. Una vez apagadas las llamas, Charpentier probó la salsa y la encontró digna del paladar de un príncipe. Aprobada la invención por el de Gales, Charpentier le dijo que se llamaban Crêpes princesse. Pero el príncipe rechazó el nombre y, señalando a la hija de diez años de uno de sus acompañantes, llamada Suzette, reclamó ese nombre para la nueva maravilla.
Según otra versión (que me gusta más), el plato fue inventado por M. Joseph en el restaurante Marivaux de París en 1897, para una de las actrices de la Comédie Française llamada Suzette, que las necesitaba en el escenario en un momento determinado.  El flambeado fue, entonces, una ocurrencia escenográfica.
La parte tediosa de la preparación es la realización de los panqueques, pero conviene detenerse en ellos porque serán la base de una infinidad de preparaciones (dulces o saladas).
En cuanto a las cantidades, siempre será difícil dar con el punto de consistencia justa para la masa. Conviene aligerarla o espesarla después del primer panqueque, si es que falla, pero las proporciones son más o menos 200 grs. de harina, 1 huevo, 250 cm3 de leche y 100 grs. de azúcar, todo perfumado con algunas gotas de esencia de vainilla (o las semillas de una chaucha) y rayadura de cáscara de naranja.
Se cocinan los panqueques (no muy gruesos) en la sartén o panquequera con abundante manteca (los excedentes de manteca derretida se pueden ir agregando a la masa). Yo calculo dos panqueques por comensal de modo que para una mesa de 6 hay que preparar 12 y alguno más para los golosos.
La salsa se presta al debate, pero yo la hago así: se hace un almíbar con el jugo de 8 naranjas y dos tazas de azúcar condimentada con un poco de pimienta negra molida. A medida que la preparación hierve se va espumando. Cuando la salsa comienza a espesar y está ya transparente, se retira del fuego hasta el momento del postre. Entonces, se vuelve a calentar el almíbar y se le agrega abundante Triple Sec (Grand Marnier y Cointreau). Cuando la salsa ha espesado, se sumergen en ella las crêpes dobladas en cuatro mientras, aparte, se calientan unos gajos de naranja en alcohol (licor). Una vez listas las crêpes se disponen en una fuente adecuada, se enciende el alcohol con los gajos de naranja y se vuelca sobre el postre. Rapidito a la mesa.


*En algunas versiones, donde dice "naranja", se lee "mandarina".
 

miércoles, 3 de marzo de 2010

Bife con papas fritas

EL BISTEC Y LAS PAPAS FRITAS

por Roland Barthes*

El bistec participa de la misma mitología sanguínea que el vino. Es el corazón de la carne, la carne en estado puro, y quien lo ingiere asimila la fuerza taurina. Es evidente que el prestigio del bistec se vincula con su cuasi-crudez: en él la sangre es visible, natural, com­pacta y cortable; uno puede imaginar perfectamente la ambrosía antigua en esta especie de materia pesada que se achica bajo el diente de tal manera que permite sentir al mismo tiempo su fuerza de origen y su plasti­cidad para expandirse por la sangre del hombre. La razón de ser del bistec es lo sanguíneo: los grados de su cocción no se expresan en unidades calóricas, sino en imágenes de sangre; el bistec es saignant (que recuerda el flujo arterial del animal degollado), o bleu** (la sangre pesada, la sangre pictórica de las venas que sugiere el violáceo, estado superlativo del rojo). La coc­ción, inclusive moderada, no puede expresarse franca­mente; para ese estado contra natura hace falta un eufemismo: se dice que está a punto, pero en realidad se da más como un límite que como una perfección.
Comer el bistec
saignant representa a la vez una naturaleza y una moral. Todos los temperamentos le son adecuados, los sanguíneos por identidad, los ner­viosos y los linfáticos por complemento. Y así como el vino se convierte para buen número de intelectuales en una sustancia mediúmnica que los conduce hacia la fuerza original de la naturaleza, el bistec es para ellos un alimento de recuperación gracias al cual vuelven prosaica su cerebralidad y conjuran, por medio de la sangre y la pulpa blanda, la estéril sequedad de que siempre se los acusa. La moda del bistec tártaro, por ejemplo, es una operación de exorcismo contra la asociación romántica de la sensibilidad y la debilidad física; en esta preparación se encuentran todos los estados ger­minantes de la materia: el puré sanguíneo y lo albumi­noso del huevo, todo un concierto de sustancias blandas y vivas, una suerte de compendio significativo de las imágenes del preparto.
Como el vino, el bistec en Francia es el elemento de base, más nacionalizado que socializado; figura en todos los decorados de la vida alimenticia: chato, de bordes amarillentos y sueloide en los restaurantes bara­tos; espeso, jugoso, en las cantinas especializadas; cú­bico, el corazón húmedo bajo una leve costra carbo­nizada, en la alta cocina; participa de todos los ritmos, de la confortable comida burguesa y del bocado bohemio del soltero; es el alimento a la vez expeditivo y denso, realiza la mejor relación posible entre la economía y la eficacia, entre la mitología y la plasticidad de su con­sumo.

Además, es un bien francés (aunque actualmente limitado por la invasión de los steaks norteamericanos). Como en el caso del vino, no existe limitación alimen­ticia que no haga soñar al francés con el bistec. Ni bien llega el extranjero, se declara su nostalgia; el bistec está allí adornado por una virtud suplementaria de elegan­cia, pues dentro de la complicación aparente de las cocinas exóticas, es un alimento que une la suculencia a la simplicidad. Nacional, sigue la cotización de los valores patrióticos: los reflota en tiempo de guerra, es la carne misma del combatiente francés, el bien inalie­nable que sólo por tradición puede pasarse al enemigo. En un film antiguo
(Deuxiéme Burean centre Kommandantur), la mucama del cura patriota ofrece de comer al espía alemán disfrazado de francés clandes­tino: "¡Ah, es usted, Laurent! Voy a darle mi bistec." Y luego, cuando el espía es desenmascarado exclama: "¡Y yo, que le he dado mi bistec!" Supremo abuso de confianza.
Asociado comúnmente a las papas fritas, el bistec les trasmite su lustre nacional: la papa frita es nostálgica y patriota como el bistec.
Match nos informó que después del armisticio indochino, "el general de Castries pidió papas fritas para su primera comida". Y el presidente de los ex combatientes de Indochina, comen­tando más tarde esta información, añadía: 'No siempre se comprendió el gesto del general de Castries cuando pedía papas fritas para su primera comida." Se pedía que comprendiéramos que el pedido del general no era un vulgar reflejo materialista, sino un episodio ritual de apropiación de la etnia reencontrada. El general cono­cía bien nuestra simbología nacional, sabía que la papa frita es el signo alimentario de la "francesidad".

*Mitologías. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pág. 81 y siguientes. Trad. Héctor Schmucler

**Saignant (literalmente, sangrante) corresponde aproxi­madamente en castellano a jugoso; para el caso de bleu (lite­ralmente azul) no existe correspondencia exacta. [t.]


martes, 2 de marzo de 2010

Flan de espinacas

Las espinacas son tan dúctiles que es difícil imaginar la cocina sin ellas. Tanto rinden en una ensalada (con peras, nueces y queso de cabra), como en un relleno para pastas o, como en este caso, en simpáticos flanes hechos con mis moldes de siliconas*.
En relación con éstos, algunos consejos: leer bien las etiquetas porque venden algunos que resisten hasta 200º de temperatura. Los que hay que comprar son los que resisten hasta 300º. En cuanto a la forma, los ofrecen cada vez más barrocos. Para comidas como ésta, prefiero un formato de budinera más bien clásico o una plancha para flancitos individuales redondos, de los que caben 12 por plancha (y tienen aproximadamente cinco centímetros de profundidad).
Esta receta puede hacerse con espinacas frescas, pero es mucho más lío y las espinacas congeladas son de muy buena calidad, de modo que opto por ellas.
Primero, colocar las espinacas (un paquete de 800 grs.) en una sartén o wok con apenas de manteca hasta que se descongelen. Salpimentar y agregar un poco de nuez moscada. Si quedan demasiado acuosas, al final se agrega una cucharada de harina y se revuelve bien hasta obtener una consistencia cremosa. Se retiran del fuego y se reservan.
En la misma u otra sarten, se echan daditos minúsculos de panceta ahumada hasta que doren y suelten el exceso de grasa, que se descarta. Se agregan a las espinacas.
En la misma sartén, con 50 grs. más o menos de manteca, se fríen una cebolla grande (o dos chicas) y un par de dientes de ajo (el ajo, siempre después). Se agregan a las espinacas.
Aparte, se baten 400 grs. de ricota con 6 huevos caseros y una buena taza (o más) de queso parmesano rallado. No demasiada sal (porque la panceta y el queso son salados), pero sí bastante pimienta y una generosa ración de nuez moscada.
Mientras las espinacas se enfrían (conviene mezclarlas a temperatura ambiente) se precalienta el horno y se calienta un poco de agua para el bañomaría que los flancitos necesitarán.
Se mezclan las espinacas, cebolla y panceta con los huevos y los quesos y se vierte la mezcla en los moldes. Luego, sobre una asadera con dos centímetros de agua, se llevan al horno durante 30 o 40 minutos hasta que la parte de arriba esté dorada (también está el método de pinchar en el medio con un palito hasta que salga limpio, pero con el color de arriba ya es suficiente porque lo único que necesita cocción, verdaderamente, son los huevos).
Una vez listos los flancitos, se dejan reposar (con la parte dorada hacia abajo para que no pierdan mucha agua). Se comen tibios, de modo que hacen una excelente entrada acompañados con una ensalada de tomates. O un plato principal, acompañados por arroz blanco. La panceta ahumada puede reemplazarse por salmón rosado o eliminarse para hacer del plato una delicia vegetariana. La salsita de tomate de la foto no es de mi autoría, así que sobre ella no digo nada.

*Que, naturalmente, pueden reemplazarse por moldes tradicionales, enmantecados.

lunes, 1 de marzo de 2010

Chutney de berenjenas

Correctamente preparado, un chutney aguanta en la heladera hasta
ocho meses, así que pueden prepararse grandes cantidades de una sola vez.
Ésta receta es un error, un robo mal hecho. Gaby Bejerman una vez nos invitó a comer a su casa y preparó unas berenjenas deliciosas. Tratando de copiar el resultado, llegué a esto, que justo es decir no se parece en nada a lo que Gaby nos sirvió, pero que acompaña bien carnes y pescados.
Se cortan en cubos cuatro berenjenas, cuatro manzanas verdes y dos cebollas.
En un wok se saltean las cebollas junto con dos dientes de ajo picados. Luego se agregan las berenjenas y las manzanas, rociadas con abundante jengibre rallado o en polvo (cuatro cucharadas) y azúcar rubia (entre 12 y 14 cucharadas). Se mezcla bien la preparación sobre el fuego y se agrega agua (6 cucharadas), vinagre de manzana o de vino (10 a 12 cucharadas), el jugo de medio limón, sal y pimienta. Se cocina revolviendo por aproximadamente 15 minutos. Se guarda en frascos esterilizados.
Este chutney se puede comer tibio o frío.

domingo, 28 de febrero de 2010

Telechefs

Antes, los libros de cocina eran la única fuente de sabiduría culinaria. Hoy tenemos Internet, donde basta poner "receta de..." (o su equivalente en cualquier idioma), para llegar a las mil formas de preparar lo que queremos.
Nada, de todos modos, se compara con la televisión, porque a la explicación se suma el componente visual.
Yo sigo con fervor de acólito a
Narda Lepes (en El Gourmet) y a Laura Calder (en Casa Home). Las dos, más allá de sus cualidades culinarias, me caen muy simpáticas, son excelentes conductoras y se preocupan por llevar felicidad a las audiencias. ¿Cómo lo consiguen? Un leve diseño de personaje (Narda es "mala onda" y "moderna"; Laura es "sexy" y solterona a rabiar), y muchas, muchas recetas muy fáciles y muy sabrosas por programa. De las dos he aprendido recetas, pero como después las he modificado (por voluntad o por traición de mi memoria), no les otorgo créditos puntuales sino un agradecimiento general. Lo que menos me gusta de Narda son sus viajes (en los que, cada vez, cocina menos). Lo que menos me gusta de Laura son sus imprecisiones sobre tiempos y cantidades. Pero ambas son generosas con su sabiduría y tienen producciones televisivas impecables.

sábado, 27 de febrero de 2010

Guarnición

¿Con qué servir las carnes? Lo más obvio es lo que nunca falla: cebollas, papas y/o batatas asadas (dependiendo de la carne). Pero a veces, la repetición aburre.
Como los visitantes de este blog reclaman recetas para verduras, y como la madre de Laura sigue cosechando remolachas sin ton ni son, bien puede incorporar la sobrepasada hija esta guarnición a base de remolachas a sus menúes.
Por un lado, se lavan bien las remolachas y, sin pelarlas, se las corta en cuartos o en octavos (según el tamaño). En una bandeja para horno, se disponen las remolachas, con aceite de oliva, manteca, sal, pimienta negra y un pocillo de mostaza de dijón revuelto con jugo de naranja. Se dejan cocinar durante 20 minutos a por lo menos 200º (horno bien caliente) hasta que estén bien crocantes por fuera y blandas por dentro, revolviendo cada tanto para integrar bien los sabores. El fondo de cocción se desglasa con un poco de jugo de naranja y, colado, se agrega a las remolachas.
Aparte, se saltan en aceite y manteca los tallos de remolacha cortados en secciones de diez centímetros o menos, debidamente salpimentados. Al final, se agregan las hojas para que queden apenas cocidas y unas cucharadas de la misma salza de mostaza y jugo de naranja.

viernes, 26 de febrero de 2010

Feria de las naciones

Desconfío de las "cocinas folclóricas", aún desde antes de que la globalización fuera una palabra en boca de cualquiera.
Quiero decir: me gustan el sushi y el sashimi, pero jamás me atrevería a prepararlo por mí mismo y lo mismo podría decir de la mayoría de los platos "étnicos". Hay personas que mezclan gastronomía y turismo y pretenden que una comida sea un viaje a territorios exóticos, pero no es mi caso. Si quiero comer ceviche, prefiero ir a un peruano bueno que ponerme a hacerlo yo (porque habrá secretos que, invariablemente, se me escaparán).
El término "fusión" me subleva desde que, en la década del setenta, se pretendió aplicarlo a la música. No se me ocurriría ahora recuperarlo para la cocina. No, fusión no, fusión nunca. La comida es, debe de ser, mestiza: adaptada a los paladares de los comensales a partir de tradiciones diversas, como corresponde a un país aluvional como el nuestro.
Hago guacamole, pero no porque me parezca un fragmento de mexicanidad en mi mesa, sino porque es rico. Hago borsch no como homenaje a mi abuela morava (quien, por otro lado, jamás lo cocinó), sino porque es rico.
Y, por supuesto, lo que preparo son siempre preparaciones fáciles de hacer. No conviene complicarse la vida con ortodoxias nacionalitarias ni tampoco con métodos disparatados. Un manjar suculento debe de estar al alcance de cualquiera.

jueves, 25 de febrero de 2010

Cordero con ratatouille


Si llevara papas y zanahorias sería un estofado de cordero. Pero lo que la preparación pierde en autoctonía y en sabor lo gana en mundanidad, así que acá vamos, sabiendo que todo puede modificarse de acuerdo con el gusto propio.
La base es carne de cordero cortada en cubos medianos salpimentados (no doy cantidades porque son muy variables en relación con la cantidad de comensales). Se doran los cubos de carne (de a poco, para que no se hiervan y queden efectivamente dorados, y se los reserva fuera de la olla) en aceite de oliva, en una olla muy caliente (el cordero va a chillar mucho y el aceite va a salpicar a lo bestia).
Una vez dorados los cubos de cordero, se baja el fuego y se agrega aceite de oliva. En la misma olla se ablandan dos cebollas grandes cortadas a pluma y una cabeza de ajo con los dientes pelados y enteros (puede parecer mucho pero el plato lo requiere: en todo caso, reducir la cantidad a gusto).
Mientras la cebolla se cocina sin llegar a dorarse, se cortan tomates en gajos y se quitan las semillas. En el colador, se recupera la mayor cantidad de jugo de tomate que se pueda y se completa con vino tinto hasta alcanzar medio litro.
Se devuelven a la olla, junto con las cebollas y el ajo, los cubos de cordero y se cubre con el líquido. Se agrega un atado de romero y tomillo frescos y un par de hojas de laurel (que se retirarán al final).
Si la olla lo admite (es lo ideal), se la pone en el horno durante una hora a 150º (temperatura más bien baja).
Mientras, se preparan las verduras de la ratatouille (berenjenas, zuquinis, morrones, tomates y cebollas -que ya están en la olla). La más famosa receta de ratatouille es la de la película del mismo nombre, y para ella las verduras se cortan con mandolina. En este caso, funcionan bien en cuartos o cubos. Los morrones, previamente pelados, se cortan en tiras (como el proceso es odioso, se pueden reemplazar por morrones de lata).
Se agregan las berenjenas y los gajos de tomate a la olla y, una vez que estén tiernas, recién entonces los zuquinis y los morrones (porque su tiempo de cocción es mucho menor).
Cuando las verduras estén tiernas pero todavía con consistencia, se retira y se sirve. Si la preparación hubiera perdido mucho líquido, se puede corregir con un poco de caldo de verduras.
No lo dije porque es obvio, pero todo debe de estar salpimentado. Una variante es hornear una pierna de cordero (previamente sellada, salpimentada y aromatizada con hierbas y vino), acompañada con la ratatouille como guarnición, pero luego es complicado servirla. Por supuesto, es un plato para el invierno o, por lo menos, un otoño lluvioso.


miércoles, 24 de febrero de 2010

Chicken run

Me piden recetas para cocinar pollo.
Yo no cocino pollo, y prefiero no comerlo (es decir: lo como sin chistar pero nunca lo elijo). Las razones son éticas: detesto el modo en que los pollos son criados, en jaulas en las que apenas si pueden moverse, alimentados con hormonas.



Si tengo que comer carne (pero puedo prescindir de ella durante períodos más bien largos), prefiero que sea de algún animal que haya tenido una vida feliz. Las vacas, en nuestro país, al menos, no la pasan tan mal.
Cuando expongo mi teoría (siempre hay gente dispuesta a interferir con nuestros gustos y nuestras predilecciones, porque parecen señalarles cosas que ellos no se detuvieron a pensar) me mientan los mataderos. Sea. Los animales que comemos mueren todos brutalmente, pero al menos, algunos de ellos, han podido rumiar su relación con la naturaleza. Los pobres pollos, no.
¡Pero hay pollos de campo! Eso dicen. Sólo comería con un cierto placer un pollo de campo garantizado: al que haya visto corretear y comer lombrices yo mismo. Y en ese caso, creo que se me cerraría el estómago de la pena.
No, definitivamente prefiero no comer pollo (dentro de poco, me prohibiré también el cerdo, y por las mismas razones). Y creo que todos deberíamos hacer lo mismo, como protesta. La carne de pollo de las carnicerías y los supermercados sabe a alimento balanceado pero, sobre todo, a crueldad y a desesperación.
En cuanto a los huevos, sólo cocino con huevos de campo certificados, que mi mamá compra al huevero que todos los domingos le acerca dos docenas a la puerta de su casa.

martes, 23 de febrero de 2010

Róbalo en corteza de sal

No soy de cocinar mucho pescado. Me parece que todo esfuerzo es en vano y que el pescado sabe siempre... a pescado. De modo que mis ocasionales incursiones son sencillísimas.
El róbalo (o lubina) en corteza de sal se hornea entero (previamente eviscerado, desde ya) a más de 200º durante 20 o 30 minutos envuelto en una corteza de sal gruesa (medio kilo de sal mezclada con dos claras de huevo y algunas hojas de menta). Antes de sellar el pescado con la corteza, agregarle pimienta por el interior y el exterior, rodajas de limón por dentro y algunas hojitas de menta.
Una vez listo, se descarta la corteza de sal, se pela con cuidado el róbalo y se sirve su deliciosa carne (es un pez muy voraz y carnívoro, y por eso suele ser más sabroso que otras variedades patagónicas).



lunes, 22 de febrero de 2010

Mousse de mango

Los postres son complicados, pero siempre es reconfortante comprobar que cuando los comensales creen haber perdido ya toda capacidad de asombro, vuelven, sin embargo, a gorgorear de placer.
La mousse de mango es el que más me piden (sobre todo, me lo piden cuando me invitan a cenar), aunque mi predilecta es la mousse de maracujá (que nunca hice).
Una mousse es una preparación compleja que se realiza a partir de una crema inglesa (yemas batidas a baño maría, etc...), pero como la mousse de mango es veraniega, tolera versiones heterodoxas (en cambio, una mousse de chocolate se resiste a toda simplificación). Ésta es la mía.

En principio, no se hace con mangos, que son muy fibrosos y arruinan la homogeneidad de la crema, sino con mangas: saben a mango, pero son más grandes, alargadas y de consistencia más mantecosa. Tampoco lleva yemas, y la gelatina sin sabor se reemplaza por gelatina de naranjas.
Lo primero es preparar la gelatina según las instrucciones de la caja y enfriarla (pero sin que coagule). Si uno tiene ganas, puede revolverla de tanto en tanto para que quede bien espumosa, pero no es imprescindible.
Aparte, se bate medio litro de crema con un poco de azúcar blanca hasta que quede firme (pero que no llegue a chantilly) y se reserva en la heladera.
Se licúan cuatro mangas. Para cortarlas en dados, un truco eficaz: cortar las dos lonjas al costado del carozo deforme, trazar una cuadrícula con el cuchillo en la pulpa, dar vuelta la cáscara hacia adentro y luego rebanar los dados. Con el cuchillo, recuperar la mayor cantidad de pulpa posible de alrededor del carozo.
Se baten tres claras a punto nieve.
Luego se mezcla todo (3/4 partes de la gelatina, la crema batida, la pulpa de manga y las claras a nieve), procurando homogeneizar las densidades previamente. Se enfría hasta que tome consistencia (lo mejor es hacerla de un día para el otro) y se sirve con cubitos de mango glaceados en una sartén con manteca y azúcar (o frutillas, o lo que sea) y una hojita de menta. La mezcla se puede poner directamente en copas individuales o en una fuente grande (eso depende de la heladera que se tenga). La gelatina que sobró se reserva para los amargos, que nunca faltan (a quienes no les gusta el mango o están a dieta).

domingo, 21 de febrero de 2010

Gazpacho

Juan: "A pedido de Andrés y mío, publicá tu receta del gazpacho ese maravilloso que tomamos en tu casa..."

Bueno, seguimos con las sopas, pero esta vez frías. Aunque el ajoblanco (malagueño) es rico, el gazpacho es el rey de las sopas frías. Básicamente, es una ensalada licuada (cuanto más fría, mejor). Se le puede agregar rivotril, como hace Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios, pero no es lo más ortodoxo.
Como en el caso del borsch, también en este caso conviene hacer grandes cantidades de gazpacho y reservarlo congelado.
Lo más importante: los tomates. Sabemos que ya no existen tomates que no hayan sido manipulados genéticamente hasta la exasperación, pero cuanto más "naturales" sean, el gazpacho será tanto más delicioso: tomates redondos, bien maduros (los tomates en rama, de rojo más intenso, también funcionan bien). Luego de enjuagarlos, se les corta el cabito y se los licúa. Algunos obsesivos cuelan el procesado para eliminar la cáscara de tomate o los pelan previamente, pero yo no creo que haga falta.
En cambio, es imprescindible eliminar las cáscaras de los pimientos morrones (rojos) porque no sólo son desagradables al paladar sino, sobre todo, a la vista. Yo proceso los morrones con cáscara y luego los paso por un colador, agregando agua de a poco para recuperar la mayor cantidad de pulpa posible.
En cuanto a las cantidades, por cada kilo de tomates, medio pimiento morrón es una buena relación. Además, se procesan pepinos (uno chico por kilo de tomates), cebolla y ajo a gusto (pero no menos de una cebolla y cuatro dientes de ajo), y miga de pan descascarada (la de pan lactal funciona perfectamente: cinco rebanadas son suficiente) remojada en aceite de oliva de primerísima calidad. Se mezcla todo y se sazona con sal fina, pimienta negra de molinillo, vinagre de jerez (la diferencia entre un vinagre de jerez y uno de vino común es inmensa) y, si hiciera falta, un poco más de aceite.
Se sirve en cuencos o en vasos de boca ancha, bien frío, con un chorrito de aceite de oliva en la superficie, con pepinos, pimientos verdes y amarillos y cebolla cortados en dados y crutones para agregar a gusto. No es lo más clásico, pero suelo disponer también cubitos de apio o de hinojo. Pocas cosas se comparan con el placer de un buen gazpacho andaluz en verano, mientras se asa la carne.

sábado, 20 de febrero de 2010

Siliconas

Los buenos cocineros no necesitan más que de su arte. Francis Mallmann, que habita los más altos peldaños culinarios, es capaz de cocinar con un palo, un tarro viejo, un cuchillo sin filo, una buena fogata (y una cohorte de personal doméstico). Sea. Nosotros, que no hemos llegado a esos niveles de excelencia, necesitamos instrumentos adecuados.
Una vez, el abominable Samuel Gelblung dijo que un puto se reconoce porque tiene un wok en la cocina. Yo, que soy adicto a los moldes de siliconas, disiento con él. La silicona es, para la loca, el camino de ida.
¿Qué hay que tener en la cocina? Un buen set de cuchillos, una cuchara de madera, una mezcladora o licuadora o batidora, un wok, por supuesto, ollas de diversa capacidad, tablas para picar, asaderas, un rallador, papel aluminio y... sí: moldes de siliconas. Por lo menos eso (y con eso, ya es bastante). En cuanto tenga tiempo, copiaré mis recetas para moldes de siliconas (sin los cuales, no podría ofrecer esos platillos). 
Lo siento, chicas: no es que quiera traer agua para mi molino, pero la vida es así: el muchacho que tenga moldes de siliconas en sus armarios (¡a revisar!), seguro que no les llena la cocina de humo.