Papalmente
feliz (o felizmente papal), salgo a la calle tempranísimo: "Al MALBA,
al MALBA". Atravieso Buenos Aires en hora pico modulando mis recuerdos
juveniles de canto gregoriano.
No
encuentro donde estacionar (en el MALBA me niegan que puedan acomodar mi
Papamovil por una hora y media) y me voy al Paseo Alcorta ("A
Estacionar, a Estacionar").
Salido
del MALBA, aprovecho para ver si consigo (en las tiendas del
supracitado) algún cubrecama nuevo, como ofrenda para las celebraciones
del Segundo Aniversario de Nuestros Esponsales, que se acerca pronto
(muy pronto).
Me
ofrecen unas colchas horribles, prácticamente todas en colores pastel
(cosa de que el pelo de las gatas se note bien notado), más adecuadas al
catrecito de una adolescente idiota que al tálamo de dos locas que
acaban de pintar su casa de plateado. Eso sí, carísimas (doce cuotas
fijas: "Alabaré, alabaré"). Como tengo que ir al médico, paso por el
Alto Palermo, donde la situación se repite: el autoritarismo de los
pasteles, esta vez subrayado por la quinta imbecilidad de la mañana. "Mi
cama es como ésa", digo. Y la vendedora responde: "¿Seguro? Porque ésas
son camas nuevas. Son las que tienen en la Casa Blanca". "Entonces no
debe ser", le digo, "porque la mía no tiene olor a Fin del Mundo". Y me doy vuelta sin saludar.
Como ya
tengo hambre, me acerco a un negocio de comidas y hago mi pedido. Cuando
llega la orden pido pimienta (incienso, mirra y miel no se me ocurrió).
Me contestan: "No trabajamos pimienta".
Desconcertado (mecum omnes plangite!),
repregunto. "No tra-ba-ja-mos pi-mien-ta", me repiten, como si fuera
tarado, perverso, turista o escapado del asilo. "Entonces devolveme la
plata", digo.
Como ya
se han dado cuenta de que estoy en estado de misticismo y de canturreo
en latín, me devuelven mi dinero y me retiro rumbo al médico, a quien le
cuento mis pesares matutinos.
"Entonces no deberías salir de tu casa", me dice. Precisamente.
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