Desconfío de las "cocinas folclóricas", aún desde antes de que la globalización fuera una palabra en boca de cualquiera.
Quiero decir: me gustan el sushi y el sashimi, pero jamás me atrevería a prepararlo por mí mismo y lo mismo podría decir de la mayoría de los platos "étnicos". Hay personas que mezclan gastronomía y turismo y pretenden que una comida sea un viaje a territorios exóticos, pero no es mi caso. Si quiero comer ceviche, prefiero ir a un peruano bueno que ponerme a hacerlo yo (porque habrá secretos que, invariablemente, se me escaparán).
El término "fusión" me subleva desde que, en la década del setenta, se pretendió aplicarlo a la música. No se me ocurriría ahora recuperarlo para la cocina. No, fusión no, fusión nunca. La comida es, debe de ser, mestiza: adaptada a los paladares de los comensales a partir de tradiciones diversas, como corresponde a un país aluvional como el nuestro.
Hago guacamole, pero no porque me parezca un fragmento de mexicanidad en mi mesa, sino porque es rico. Hago borsch no como homenaje a mi abuela morava (quien, por otro lado, jamás lo cocinó), sino porque es rico.
Y, por supuesto, lo que preparo son siempre preparaciones fáciles de hacer. No conviene complicarse la vida con ortodoxias nacionalitarias ni tampoco con métodos disparatados. Un manjar suculento debe de estar al alcance de cualquiera.
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